Partamos diciendo que la obra de Hubert Fichte es en sí misma una obra viajera: una obra en constantes desplazamientos de geografías, identidades, géneros, formatos y técnicas de escritura. Lo es primero en una dimensión literal: aquella que mezcla territorios, civilizaciones y razas debido a la inquietud de su autor por salirse de lo familiar y conocido emprendiendo constantes viajes hacia latitudes desconocidas. Lo es también porque la obra se mueve -desprejuiciadamente- entre lo etnográfico, lo literario y lo periodístico cambiando de materiales según las circunstancias: “El novelista que quería convertirse en etnólogo, aterriza otra vez como periodista”[1].

Su obra es viajera, además, porque registra los tránsitos de una sexualidad híbrida que ocupa la ambigüedad como pasaporte para mutar de signos y comportamientos al ritmo de sus deambulaciones por el secreto de países y ciudades enredadas. Quien visita Chile en junio y julio de 1971 para conocer de cerca la experiencia de la Unidad Popular es un Fichte que se describe a sí mismo como “homosexual viajero”[2]. Un Fichte que mezcla sus anotaciones periodísticas sobre la realidad nacional con sus derivas homoeróticas por las calles de Santiago de Chile al sentirse atraído por los placeres escondidos (“Jäcki intentaba descubrir el submundo”[3]).

La curiosidad científica del etnólogo, el afán de precisión del periodista que recopila datos y la motivación estética del literato aficionado a la plasticidad del lenguaje convergen en un mismo gusto por los “detalles”, por los fragmentos que se salen de la visión de conjunto del plano general llamando la atención sobre la irregularidad de las superficies que deforman la visión (“Los detalles que pueden desaparecer o aumentan excesivamente”[4]). Esto hace que el relato de Fichte que narra su primer contacto con Santiago de Chile esté plagado de observaciones micrológicas que convierten a la ciudad en un mosaico de percepciones diminutas: “Movilidad y ropa bien planchada: esto es lo que se ve. […] Los enamorados en el parque tienen libros en la mano. […] Los mendigos golpetean incansablemente con sus tazones de loza”[5].

Fichte repara en la decoración de interiores de ciertos lugares de encuentros sexuales: “Se dice que el hotel Foresta le pertenece al rey del porno de Santiago. Es como un alhajero que imita al estilo rococó. El ascensor está forrado de felpa roja […][6]” o bien “El hotel Valdivia ha logrado ser mencionado en la revista Time. Una pensión de lujo con una tendencia ilusionista. Amor por horas en grutas, en Arabia, apartamentos renacentistas”[7]. También asoma la extravagancia del retoque cosmético de las sexualidades invertidas: “En Valparaíso, hay burdeles populares con travestis. Los trabajadores hablan entusiasmados sobre el maquillaje que suele ser muy humilde: ¡cejas punteadas y pestañas de papel!”[8]. Lo “ornamental” de estos pequeños detalles (suntuarios, digresivos, adyacentes) descoloca la narrativa “monumental” (totalizante, centralizante, finalizante) de cómo la historia elige recitarse a sí misma, masculinamente, como un transcurso épico que privilegia lo grandioso.

El relato de la estadía de Fichte en Chile y su visión de la Unidad Popular arma un radical contrapunto al imponente friso cinematográfico de La Batalla de Chile de Patricio Guzmán (filmado entre 1971 y 1972) cuya cámara retrata el proyecto de multitudes encarnado en la gesta de la revolución socialista y en el heroísmo de sus biografías militantes. En Fichte, la opción fantasiosa por lo “ornamental” de los detalles novelescos versus lo “monumental” del guion histórico y político-social manifiesta la tensión entre lo público y lo privado, lo mayúsculo y lo minúsculo, lo esencial y lo inesencial, lo masculino (rectitud, peso) y lo femenino (sinuosidad, ligereza) que escinde el imaginario cultural de las grandes revoluciones con sus conflictos de registros entre lo estético, lo político, lo ideológico y lo sexual.

Las notas de Fichte sobre Santiago – “palimpsesto de la metamorfosis política”[9] – se desvían fácilmente hacia las “saunas, parques, hoteles”[10]como zonas de recreación sexual donde se olvida por un rato que la sociedad entera está motorizada por un deseo histórico de cambios sociales que exigen un compromiso colectivo. Fichte reconoce su adhesión al proyecto de la Unidad Popular y a su “joven gobierno”: “Jäcki […] en estos meses [se decidió] por el socialismo, un socialismo sin duda muy particular”[11]. Sin embargo, Fichte deja en claro que este compromiso colectivo del pueblo de Chile con el gobierno de Salvador Allende no tiene por qué arrastrar a la literatura que simpatiza con dicha revolución a una obediencia de forma y contenido: “No existe la literatura comprometida, pensó Jäcki. El criterio de la literatura es que no se compromete”[12]. Fichte no se resignaría a que la literatura cumpliera aquella función ilustrativa que subordina la forma a la ideología del mensaje. La lengua de Fichte está cruzada por un fervor que se resiste a la racionalidad plana de los procesos objetivos. Su obra heteróclita desajusta la sintaxis, revuelve el fondo de la palabra para extraer una sustancia lingüística rebelde a toda programaticidad de conciencia. No existe otro compromiso para la literatura de Fichte que el de agitar los sentidos hasta experimentar rítmicamente con lo inédito. Y lo mismo ocurre con la sexualidad y sus desenfrenos.

La izquierda libertaria con la que se identifica Fichte quiere mezclar las luchas de intereses (sociales y políticos) que guían al colectivo con las luchas individuales por una vida sexualmente libre e independiente de las normas que sujetan y aprisionan al cuerpo. Al rehusar tener que elegir entre el principio de realidad y el principio de placer, Fichte se pregunta: “De qué serviría proporcionarles un litro de leche por día a los niños pequeños [nota de la redacción: la campaña de salud pública de Salvador Allende] si se les va a meter a presión el mismo odio, la misma aversión hacia la voluptuosidad, el mismo desprecio por el amor y el cuerpo que rigen hace dos mil años”[13]. Desde este vitalismo integral que considera a la liberación sexual (lo corporal, lo erótico, lo libidinal) como pieza clave de la desenajenación del sujeto de la productividad capitalista, Fichte cuestiona la represión del deseo ejercida por la moral revolucionaria que le teme al desate de los sentidos. En su novela, el autor consigna -audazmente- que “lo que Jäcki [su alter ego] quería saber principalmente en Chile era si un régimen socialista, que les daba un litro de leche por día a los niños hambrientos, les había concedido su octava partecita de crema a los maricones”[14]. Por un lado, la responsabilidad social de una revolución contra la desnutrición infantil y, por otro, la demanda de reconocimiento del placer homosexual como revolución del deseo. Fichte, consciente de que el ideal revolucionario se afirma en el patrón de la virilidad, de la masculinidad combativa (“Carlos Jorquera, un macho socialista”[15]), no puede dejar de preguntarse, cuando entrevista a algún personero de la Unidad Popular, cuáles son las vías alternas por donde circulan ocultamente la fantasía, el placer y el deseo sexuales que se vieron inhibidos por la extrema politización de la vida social que satura la exterioridad pública de las marchas, asambleas y concentraciones del pueblo. Al entrevistar a Jacques Chonchol, el ministro de la Reforma Agraria, se pregunta “¿es posible que conozca el vicio?”[16]. Pregunta licenciosa para cualquier digno representante de la revolución del “hombre nuevo” con su idealización masculina de una conducta enteramente volcada hacia las transformaciones económicas y políticas de la revolución social que censura las turbulencias eróticas por juzgarlas desviacionistas.

La Unidad Popular dejó que se expresaran en Chile los prejuicios del discurso homofóbico en los titulares de los diarios izquierdistas Puro Chile o El Clarín que hablaban ofensivamente de “maracas” o de “yeguas sueltas” con burla y desprecio. Fichte confiesa en sus escritos que la pregunta que no alcanzó a hacerle a Salvador Allende antes de que se acabara el tiempo de la entrevista, era la siguiente: “Ya no hay más minutos. Para mí, habría sido importante preguntarle […] ¿por qué tolera que en Puro Chile, un periódico de la Unidad Popular, se persiga a los homosexuales?”[17]. Desde ya, esta pregunta sacada del libreto político no se le hubiese ocurrido nunca al escritor Régis Debray en su conversación privada con el Compañero Presidente (1971), que gira ortodoxamente en torno al marxismo, la lucha de clase y la conquista del poder de estado. Otra prueba más de cómo el imaginario masculino-revolucionario de la izquierda latinoamericana desatiende los temas de la subjetividad y del inconsciente, del cuerpo y de la sexualidad, por considerar que estos pertenecen al ámbito burgués de lo privado y que, por lo mismo, no merecen ser incorporados al discurso universal de la emancipación proletaria. Hubert Fichte resume su viaje a Chile diciendo que “en estos dos meses, se decidió por el socialismo” pero, también, recalca que esta elección política y social no implica renunciar en lo más mínimo a los tumultos de la promiscuidad sexual: “Jäcki […] no había retrocedido y el litro de leche para el niño con hambre y la porcioncita de crema para el maricón hambriento seguían estando en el mismo nivel”[18]. Esta no-renuncia de Fichte al placer de los cuerpos relegados a lo inferior por la superioridad del “deber ser” de la revolución socialista nos llama hoy a revisar la relación de suspicacias y desencuentros entre el ideario de la izquierda y los revuelos homosexuales.

La obra de Hubert Fichte ha sido revalorizada en la escena internacional debido al auge de los estudios queer que reconocen en ella la figura retorcida de una sexualidad disidente. No costaría nada releer a Fichte desde las claves de este repertorio metropolitano que busca traspasarnos sus categorías discursivas a través de la máquina globalizada de la reproducción académica que también coloniza Chile. Pero esta relectura queer de la obra de Fichte estaría desatendiendo la necesidad de practicar un “regionalismo crítico” a la hora de ir dibujando mapas locales de la disidencia sexual latinoamericana. Más que cruzar la relectura de la obra de Fichte en Chile con las bibliografías internacionalizadas de lo queer, es importante hacerla dialogar con aquellos escritos que, desde Chile, ya indagaron en los pliegues de contradicción entre el dogma izquierdista y las pulsiones tránsfugas de una homosexualidad en ruptura de molde y género: Pedro Lemebel y su manifiesto Hablo por mi diferencia (1986), Víctor Hugo Robles (Bandera hueca. Historia del movimiento homosexual en Chile, Santiago de Chile: Arcis/Cuarto Propio, 1992), Juan Pablo Sutherland (Nación Marica. Prácticas culturales y crítica activista, Santiago de Chile: Ripio, 2009), Gonzalo Asalazar (El deseo invisible. Santiago antes del golpe. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2017), entre otros. Las “estructuras de la sensibilidad” develadas por la obra de Hubert Fichte en su encuentro con el Chile de la Unidad Popular se incorporan a este diagrama de pulsiones nómades que el pensamiento de izquierda debe tomar en cuenta para que el devenir otro(a) sea parte de las aspiraciones emancipadoras de sus micro-revoluciones.